Érase una vez un pirata, al que la
mala suerte (sin saber por qué), le había venido a ver…
El pirata tenía un ojo de palo, una
pata llena de ojos y hasta una larga melena, que se le había mudado de la
cabeza a los pies.
¡Parecía que le hubieran vuelto del
revés!
Aquel corsario destartalado ya no
tenía cuchillos, ni garfios, ni parche en el ojo… ni cara de malo. Pero tenía
unas uñas tan largas, que le servían de ancla cuando frenaba su barco, para
poder hacer pie.
Y es que hasta las anclas se habían
alejado de él.
Descansaba el pirata siempre en
islas desiertas, puesto que todo desaparecía nada más posarse en ellas. Y así
vivía asustando al miedo, con su ojo de palo, su pata llena de ojos y sus pies
llenos de pelo.
–La Tierra y el Mar me han
olvidado…– se lamentaba el escacharrado
pirata– ¡A pesar de haber robado cien barcos, navegado mil horas y haber sido
un pirata tan malo!
No le quedaban fuerzas ya a aquel
pirata, para seguir intentando lo del ser un pirata malo. Y decidió, tras mucho
pensar, abandonar sus galones (cuatro jirones mal remendados sobre la solapa de
una chaqueta vieja y tiesa) en alta mar.
Y a partir de entonces, la mala
suerte ya no vino a visitarle nunca más…
hala
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